La política monetaria moderna se enfrenta hoy a un desafío sin precedentes: controlar la inflación sin sacrificar el crecimiento económico. Tras años de tasas bajas y estímulos extraordinarios, la respuesta de los bancos centrales a la crisis post-pandemia ha llevado a un complejo escenario donde el control de precios y la estabilidad del empleo pugnan por un espacio limitado.
Un banco central moderno persigue estabilidad de precios y confianza en la economía. Su mandato habitual se traduce en objetivos claros, aunque en ocasiones secundarios, como el pleno empleo o el crecimiento sostenible. A corto plazo, el ajuste de los precios y salarios influye en la actividad económica; a largo plazo, la producción depende de la capacidad real de la economía.
Para cumplir su mandato, los bancos centrales disponen de una serie de mecanismos que van desde los más convencionales hasta los extraordinarios desarrollados tras la crisis financiera de 2008.
La década previa a la pandemia se caracterizó por tasas de interés muy reducidas y una inflación persistentemente baja. Sin embargo, el COVID-19 desató políticas fiscales expansivas y cuellos de botella en las cadenas globales de suministro, provocando un repunte inflacionario a partir de 2021.
Ante esa oleada de precios al alza, en 2022 y 2023 los bancos centrales lanzaron el ciclo de subidas más agresivo en décadas. Las tasas oficiales quedaron en niveles no vistos desde antes de la crisis financiera global, generando una notable desaceleración de crédito, inversión y consumo.
El descenso de los precios de la energía y la normalización logística han rebajado la inflación general desde los máximos de 2022. No obstante, la inflación subyacente, especialmente en servicios, ha permanecido alta, alimentada por presión salarial y persistente demanda interna.
Ante el riesgo de que el 2 % de inflación no se consolide hasta 2025 o más adelante, muchos bancos centrales mantienen una postura restrictiva por más tiempo, vigilando con lupa las estadísticas de empleo y producción.
Este dilema enfrenta dos objetivos difíciles de conciliar: contener precios o sostener actividad y empleo. Cada camino conlleva riesgos relevantes para la salud económica y social.
Relajar la política prematuramente puede desencadenar una inflación de segunda ronda, impulsada por subidas salariales y traspaso de costes. Si la credibilidad del banco central se resiente, hogares y empresas pueden ajustar sus expectativas al alza, encareciendo aún más la corrección posterior.
Por el contrario, mantener tipos elevados por largos periodos encarece hipotecas y crédito empresarial, con riesgo de entrar en recesión o en un ciclo prolongado de crecimiento débil. Sectores intensivos en financiación, como la construcción o el automotor, sufren con especial severidad.
La temida estanflación combina inflación alta con crecimiento bajo. Debido a choques energéticos, el cambio climático o la desglobalización parcial, la tarea del banco central se complica: subir tipos frena aún más la actividad sin resolver el origen de la inflación.
La coordinación entre política monetaria y fiscal es crucial. Un déficit crónico o subsidios excesivos pueden presionar al alza los precios e incrementar la deuda pública, creando un círculo vicioso que pone en riesgo la estabilidad a largo plazo.
Más allá de la inflación, cada vez se espera que los bancos centrales integren criterios climáticos en sus compras de activos y supervisen riesgos financieros sistémicos. Esta expansión de mandatos añade un nuevo nivel de complejidad al ya delicado equilibrio entre crecimiento e inflación.
En definitiva, los bancos centrales caminan sobre un alambre, equilibrando presiones contradictorias. Sus decisiones de los próximos años marcarán el destino económico y social de millones de personas, mostrando la importancia de una política monetaria ágil, creíble y alineada con los retos globales.
Referencias